Remedio de nuestros males

«María de los Remedios, remedio de nuestros males, venimos aquí rendidos, pedimos que tú nos salves…»

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Por: Diego Rodarte

Hacia el año de 1540, un indígena cacique llamado Juan Ce Cuautli, caminando por los parajes cercanos a Tacuba, tuvo una visión de la Señora del Cielo que le pedía la buscara en un pueblo cercano. Al comentarlo con los frailes de Tacuba, estos no le creyeron y le pidieron una señal de lo que decía.

Trabajando en la construcción del templo de Tacuba, Juan Ce Cuautli sufrió un grave accidente que le lastimó la columna al grado que lo daban por muerto. Lo condujeron a su casa donde la Virgen se le apareció y lo sanó, dándole un cinturón de cuero, similar al de los agustinos, recobrando la perfecta salud, lo que maravilló a los frailes, quienes le aconsejaron investigar que quería la Señora del Cielo.

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Poco tiempo después, debajo de un Maguey, Juan Ce Cuauhtli encontró la pequeña imagen de Nuestra Señora de los Remedios que habían escondido los españoles al huir tras la derrota del 30 de junio de 1520. El cacique llevó la escultura a su casa  y después le construyó una ermita en el lugar donde la Virgen le indicó.

Con el paso de los años, la devoción a la Virgen de los Remedios se extendió por todas partes y en 1575 se construyó el santuario ubicado en el cerro de Otomcapulco, hoy cerro de los Remedios, desde donde ha derramado abundantes bendiciones a la ciudad y a sus habitantes, pues los fieles recurrían a Ella para pedir su protección y ayuda en las terribles sequías, epidemias, inundaciones o temblores que azotaban la ciudad.

LA PESTE DE COCOLIZTLI

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En el mes de agosto de 1576, siendo Virrey Don Martín Enríquez de Almansa, sobrevino en la Nueva España una peste que atacó principalmente a los indígenas ocasionando un alto índice de mortandad, pues de acuerdo con Fray Bernardino de Sahagún, tan solo en Tlatelolco morían diariamente de 10 a 80 personas, a tal grado que se abrían sanjas para enterrar los cadáveres que eran encontrados en las casas, pues no había lugar suficiente para sepultarlos solemnemente.

Esta enfermedad denominada cocoliztli se caracterizaba por ser altamente contagiosa y provocar fiebres excesivamente altas, acompañadas de fuertes convulsiones y delirios, además de flujo de sangre por la nariz y las orejas; la lengua se resecaba hasta ennegrecerse, el color de la orina era verdoso, mientras que los ojos y el cuerpo se ponían amarillos. Detrás de las orejas aparecían postemas, mientras que algunas gangrenas invadían los labios y los genitales, además de la aparición de duros tumores y fuertes dolores en el corazón, pecho y vientre. De las heridas salía sangre de color verdoso o muy pálido, reseca y sin serosidad.

En un principio, la peste atacaba a las personas jóvenes, mientras que los viejos lograban recuperarse, pero con el paso del tiempo, la fiebre cobró tal fuerza, que atacaba a las personas sin importar edad o sexo. Los que lograban recuperarse solían tener recaídas letales. Los cronistas de la época refieren que la razón principal por la que la peste impactó a los indígenas fue el cambio que habían tenido en sus hábitos alimenticios y de higiene a raíz de la conquista, pues estaban acostumbrados a comer poco, consumían alimentos silvestres y se bañaban a la media noche, costumbres que se alteraron al ser sometidos.

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Pueblos y barrios lucían completamente desolados y pronto comenzó la escasez, pues al ser los indígenas los encargados de la agricultura, no había quién trabajara los campos de cultivo, echándose a perder, por lo que la gente moría de hambre y de enfermedad.  Ante el incremento de contagios, el Virrey aumentó la capacidad del Hospital Real de la ciudad para recibir a los indígenas enfermos, aún así no había suficiente espacio para atender a tanta población afectada por la peste.

Los religiosos que habitaban en los conventos se dieron a la tarea de visitar las poblaciones confesando a todos los que podían previniendo que ninguno muriera sin confesión, y después de haber confesado a los más necesitados daban otra vuelta para atender a los que no estaban en riesgo, además de llevarles alimento y ayudarlos a sepultar a sus muertos, labores que iniciaban poco antes de las cinco de la mañana y terminaban después de las siete de la noche.

Así transcurrió un año de aquella terrible peste que cobró la vida de más de dos millones de indígenas. Ante esta situación, se reunió el Cabildo de la Ciudad, compuesto por autoridades civiles y eclesiásticas, que al ver que no había remedio humano que terminara con la peste, recurrieron al amparo de la Virgen María bajo su advocación de Nuestra Señora de los Remedios y resolvieron trasladar la pequeña imagen de su ermita a la Catedral de México en procesión rogativa.

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El Arzobispo, Don Pedro Moya de Contreras, acompañado del Virrey Enríquez de Almaza, colocó la imagen de la Virgen en una custodia e iluminada con abundantes ceras, la trasladaron a la entrada de la ciudad, escoltada por fieles que iban a pie o a caballo. Al llegar a los muros de México fue recibida con grandes muestras de devoción y veneración por parte del Cabildo. La Virgen fue colocada en un anda riquísima y trasladada bajo palio por la calzada México – Tacuba, precedida por los estandartes de diferentes cofradías, religiosos y fieles que portaban velas encendidas.

Contrario a las suntuosas procesiones de la época, las calles lucían vacías debido a la mortalidad registrada, y los pocos indígenas que salían estaban acabados por la enfermedad. En medio de este paisaje desolador, la Virgen de los Remedios llegó a la Catedral de México donde se colocó en un altar adornado con muchas ceras y se hizo un Novenario de Misas cantadas, sermones, oraciones, plegarias y penitencias, en los que estuvieron presentes el Virrey y el Arzobispo para cuidar la veneración de la sagrada imagen.

A los pocos días de haber llegado la Virgen de los Remedios a la ciudad, comenzó a notarse mejoría, pues la enfermedad daba con menor fuerza, ya que ante la presencia de la Virgen gloriosa, las tinieblas de la peste se disipaban dando paso a la recuperación de la gente.

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Una vez que cesaron los contagios y disminuido el número de muertos, convencidos de la intervención divina de la Virgen de los Remedios, se realizó un TE DEUM en acción de gracias y se preparó el regreso de la sagrada imagen a su ermita. La Virgen recorrió la calzada México – Tacuba hasta su santuario acompañada de una multitud de fieles que la aclamaba como su protectora, en una conmovedora procesión en la que participaron desde los más nobles hasta los más humildes.

De 1577 a 1922, la Virgen de los Remedios fue llevada en más de 75 ocasiones en procesión solemne desde su santuario hasta la Catedral de México, donde permanecía varios meses como remedio de las necesidades pueblo.

Con la Jura del Patronato de la Virgen de Guadalupe como Patrona de la Nación Mexicana, y el resentimiento que había a los españoles una vez consumada la Independencia, dejando fuera del territorio de la Ciudad de México el Santuario de los Remedios, la devoción a la Virgen de los Remedios fue perdiendo fuerza y esplendor, sin embargo, la poderosa intercesión de María bajo esta advocación ha quedado plasmada en los centenares de exvotos que dan fe de los milagros de la Señora del Cielo y que dejó una huella profunda en la historia del pueblo de México.

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