«Avisa a los religiosos de mi parte que en este sitio hallarán una imagen mía, que no solo representa mis perfecciones, sino que por ella prodigaré mis piedades y clemencias».

Por: Diego Rodarte
Una tarde del mes de febrero de 1541, un indígena de nombre Juan Diego Bernardino, procedente del pueblo de Santa Isabel Xiloxoxtla, en el estado de Tlaxcala, se dirigía a buscar agua para asistir a los enfermos de su comunidad, asolada por una terrible peste.
Al pasar por la ladera occidente del cerro de San Lorenzo, se adentró en un bosque de ocotes, ahí, salió a su encuentro una hermosa Señora que lo saludó cortésmente: «Dios te Salve hijo mío, ¿a dónde vas?» a lo que el indígena respondió que llevaba agua para los enfermos que morían sin remedio por la terrible epidemia.
La Señora, llena de compasión dijo a Juan Diego Bernardino: «Ven en pos de mi, yo te daré otra agua con que se extinguirá el contagio, y sanen no sólo tus parientes sino cuantos bebieren de ella, porque mi corazón, siempre dispuesto a favorecer a los desvalidos no puede ver tantas desdichas sin complacerme en poderlas remediar».
Aunque Juan Diego Bernardino sabía que en ese lugar no había ningún manantial, siguió a la hermosa Señora quien lo condujo hasta una quebrada del cerro y colocando sus pies sobre la tierra hizo brotar un manantial de agua santa: «Tomad de esta agua, cuanta querais, seguro de que con el contacto de la mas pequeña gota los enfermos no solo sentirán alivio, sino la perfecta salud».

El indio, obediente, llenó su cántaro del agua milagrosa y siguió su camino hacia Xiloxoxtla. Antes de retirarse, la celestial Señora le pidió a Juan Diego Bernardino: «Avisa a los religiosos de mi parte que en este sitio hallarán una imagen mía, que no solo representa mis perfecciones, sino que por ella prodigaré mis piedades y clemencias».
Al llegar a su pueblo, Juan Diego Bernardino dio de beber el agua a los enfermos, quienes recobraron la salud rápidamente. Ante tal prodigio, los frailes, sorprendidos, cuestionaron al indígena, quien no dudó en contarles lo ocurrido y la petición de la bella Señora de ir en busca de la imagen.
Convencidos de que todo lo ocurrido era un milagro, los frailes se dirigieron al ocotal en busca de la imagen y vieron con asombro que el bosque ardía sin consumir los árboles, motivo por el que se le dio el nombre de Ocotlán, que quiere decir: El ocote que arde.
Cuando encontraron el manantial, se dieron a la tarea de buscar la imagen de la Señora, pero no la vieron por ningún lado, así que marcaron uno de los árboles para regresar al día siguiente acompañados por gente de la población. Al volver al lugar, les llamó la atención un gran árbol de ocote que se encontraba hueco y al abrirlo descubrieron con asombro que en el corazón de aquel árbol había una preciosa talla de la Inmaculada Virgen María, a la que los indígenas comenzaron a llamar «Ocotlatía» que significa «Señora del ocote».

Llenos de jubilo, llevaron la imagen a la capilla de San Lorenzo y la colocaron en el lugar del santo patrón, San Lorenzo Mártir. Cuentan que el sacristán, celoso en su devoción del santo diácono, retiró a la Virgen del altar para colocar nuevamente la escultura del mártir, pero al día siguiente se encontró con que la Virgen se encontraba en el altar.
Por segunda vez, el sacristán volvió a hacer el cambio de imágenes por la noche, pero al otro día, al volver a la capilla, encontró que la Virgen estaba nuevamente en el lugar de San Lorenzo y por tercera ocasión bajó la imagen del altar y la llevó a la sacristía para encerrarla en un baúl y para evitar que fuera colocada de nuevo en el altar, se acostó a dormir sobre el mismo. Al día siguiente, su sorpresa fue mayor al ver que la Virgen estaba de nuevo entronizada en la capilla, por lo que aquel hombre quedó convencido de que era voluntad divina que la Inmaculada fuera la tutelar de aquel templo, que con el paso de los años se convirtió en la actual Basílica que alberga la sagrada imagen de la Madre de Dios.
Desde entonces, la Virgen María cumplió su promesa de derramar sus bendiciones a los fieles que se acercan a Ella con fervor y los milagros en torno a su imagen no se han hecho esperar.
Se dice que en 1917, un hombre incrédulo lanzó varios disparos contra la Virgen de Ocotlán, pero las balas no dañaron la imagen y calleron a los pies de la misma, lo que llevó a este hombre a arrepentirse y cambiar su vida.
Durante la persecución religiosa en México, se formó un grupo llamado «Los Caballeros de Nuestra Señora de Ocotlán» para resguardar a la Inmaculada en una iglesia llamada la Santísima y su joyería fue escondida en un pasaje secreto en las torres de la Basílica y al ser descubiertas en 1940, fueron fundidas para dorar el altar de estilo barroco que enmarca la sagrada imagen.
Debido a la afluencia de peregrinos que acudía a tomar agua del manantial milagroso, el padre Francisco Fernández de Silva decidió construir una capilla en el lugar conocido actualmente como «El Pocito». El 12 de marzo de 1907 la Inmaculada Virgen María de Ocotlán fue coronada pontificialmente y reconocida como Patrona de la Arquidiósesis de Puebla en 1940.
Un comentario