
Por: Diego Rodarte
La mañana del 14 de noviembre de 1921, una carga de 29 varas de dinamita escondidas en un arreglo de rosas estalló a los pies de la imagen de la Virgen de Guadalupe, destruyendo las gradas de mármol del altar mayor, candeleros, floreros e incluso los cristales de las casas aledañas a la Basílica fueron pulverizados con la fuerza de la explosión.
Para sorpresa de todos, el ayate donde se encuentra plasmada la imagen de la Virgen de Guadalupe permaneció intacto; el cristal ordinario que cubría la sagrada imagen no sufrió ni un rasguño y al pie del altar fue encontrado un Cristo de latón que se torció con la detonación y que de acuerdo con especialistas es dos mil veces más fuerte que el cristal ordinario.
El atentado fue atribuido a un grupo de obreros que se encontraban en el interior del santuario, y de acuerdo con testigos, un hombre pelirrojo vestido con un overol azul se acercó al altar para colocar el ramo de rosas en la parte posterior del altar, junto al marco de mármol que sostenía la imagen de la Virgen, aprovechando la ausencia del sacristán que fue llamado momentos antes por los clérigos.

En medio de la confusión, los fieles detuvieron al obrero con la intención de lincharlo, pero fueron detenidos por el presidente municipal de la Villa que esa misma mañana recibió ordenes del entonces presidente de la República, Álvaro Obregón, de salvaguardar la integridad del acusado, quien fue protegido por la policía y trasladado en un camión militar sin saberse más sobre su paradero.
Durante muchos años se dijo que el autor de este atentado fue el dinamitero Luciano Pérez, aunque versiones recientes arrojan que fue Juan Esponda, empleado de la Secretaría Particular de la Presidencia de la República, quien se ofreció a ejecutar el atentado ante el deseo del presidente Álvaro Obregón de destruir la imagen de la Virgen de Guadalupe, pues en más de una ocasión, Obregón había declarado que no descansaría hasta limpiar su caballo con la tilma de Juan Diego.
A pesar de las denuncias, las autoridades correspondientes hicieron caso omiso argumentando que este hecho solo favorecía a la Iglesia Católica, que jugaba el papel de víctima y así ganar la simpatía de los fieles aludiendo un nuevo milagro al quedar intacta la imagen de la Virgen.

En respuesta a la indiferencia de las autoridades, el domingo 18 de noviembre, el comercio de la Ciudad de México cerró durante cinco horas como protesta por aquel acto sacrílego en contra de la Reina de México, mientras que la Asociación Católica de la Juventud Mexicana convocó a cientos de fieles a manifestarse y con estandartes tricolores con la imagen de la Virgen de Guadalupe, exigieron el esclarecimiento del atentado para que tal hecho no quedara impune.
Las autoridades dieron la orden de dispersar la manifestación con ayuda de los bomberos, pero automovilistas católicos bloquearon los camiones permitiendo que la manifestación culminara en la catedral entre vivas a la Virgen de Guadalupe y el repique de las campanas. Esa misma tarde se cantó un Te Deum para agradecer a Dios el haber preservado intacta la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe.
Testigo mudo de aquel atentado es el Cristo de latón torcido que fue levantado y honrado por los fieles con actos de desagravio, pues hay quienes aseguran que «Nuestro Señor Jesucristo protegió la integridad de su Santa Madre con su propio cuerpo». Por eso recibió el nombre de «El Cristo del Atentado» y permanece expuesto en una urna dentro de la actual Basílica como un recuerdo de aquel fatídico día que fortaleció la fe del pueblo de México ante el odio radical del gobierno contra la Iglesia Católica.