«Señor de la vida y dueño de nuestros destinos, en tus manos depositamos silenciosamente este ser entrañable que se nos fue».
Por: Diego Rodarte
Todos tenemos a un ser querido que queremos recordar: abuelos, papás, tíos, hermanos, primos, amigos o simplemente conocidos que dejaron huella en nuestra vida. Para los mexicanos, la fiesta del Día de Muertos mitiga el dolor de la ausencia y evoca la presencia de los que ya no están.
En la época prehispánica ya existía esta creencia: hay vida después de la muerte, y fue con la llegada del evangelio que nuestros antepasados confirmaron esta verdad: Cristo murió y resucitó para darnos vida y vida en abundancia. La muerte no es el fin, es el principio de un vida nueva en la presencia de Dios.
Aunque la solemnidad de los Fieles Difuntos es un día dedicado para orar por nuestros muertos, la fe de los mexicanos es tan grande que va más allá: Dios concede un permiso especial a los difuntos para venirnos a visitar en espíritu y eso es motivo de regocijo, de fiesta, un misterio que se debe celebrar en grande, por eso, desde días antes, las personas acuden a los panteones para limpiar las tumbas de sus seres queridos y prepararlas para su regreso, y la noche de Todos los Santos o Noche de los Muertos, el 1° de noviembre, las tumbas se adornan con flores de cempoalxóchitl y se iluminan con cirios y veladoras para guiar el camino de las almas al encuentro de sus familas.
En casa, en las entradas, en los comedores o en el altar doméstico se colocan exquisitas ofredas de pan, fruta, dulces típicos como calaveritas de azúcar, chocolate o amaranto, tamales y por supuesto la comida favorita del difunto, pues hay que recibirlo como se merece. No puede faltar el agua que mitigue su sed y una que otra bebida fuerte que disfrutó en vida, elementos que se purifican con el aroma del copal y se combina con el aroma de las flores y la luz de las ceras, creando un ambiente místico en los hogares que nos permite sentir la presencia de las ánimas que nos visitan.
La mañana del 2 de noviembre y durante todo el día hay fiesta en el cementerio, pues familias enteras acuden a llevar flores y música al lugar donde reposan los restos de sus seres queridos. Algunos improvisan fogatas junto a las tumbas donde preparan los alimentos que compartirán con la familia, pues esta fecha también es una oportunidad para reencontrarse con familiares y amigos que vistan la tumba de los abuelos, de los papás o de aquella persona que en vida fue un vínculo que unió a la familia completa.
El silencio y la soledad del cementerio se interrumpen este día con los rezos, misas y cantos en sufragio por las ánimas, pero el ritmo de la banda, el mariachi, los norteños y los tríos crean un ambiente festivo y de nostalgia, pues canciones como «Amor Eterno», «Cruz de Olvido» o la canción favorita del difunto trae recuerdos a la memoria de los deudos: anécdotas, travesuras, momentos felices y dolorosos e incluso el mal carácter del finado.
Esa es la verdadera esencia del Día de Muertos, la que se vive en los hogares, en los cementerios y en el corazón de todos aquellos que alimentan la esperanza de una vida nueva. El Día de Muertos, más allá de una tradición reconocida a nivel mundial, es un verdadero acto de fe, pues incluso quienes dicen no practicar la fe católica, guardan la memoria de las personas que amaron y se adelantaron en el camino, pues aunque no podemos verlos, su presencia sigue viva en sus palabras, sus consejos y en sus obras, en aquello en lo que dejaron huella para la eternidad.